Hace unos días encontré en un recorte de prensa, una columna de un señor que hablaba sobre lo que se pensaba que sería el presente, visto desde el pasado, y lo que ha sido. Rascacielos imposibles, coches voladores, autopistas en lugar de calles, trajes de papel de aluminio, viajes a la Luna,… El hombre, según se manifestaba en su artículo, se sentía estafado. De profesión arquitecto, de niño soñaba con ser un millonario diseñador de estaciones espaciales rotatorias al más puro estilo “2001, una odisea del espacio”. Pero el 2001 pasó y, ocho años después, la simple idea de lanzar algo al espacio sigue siendo una cuestión tan extraordinariamente complicada como lo era, o más, hace cuarenta años. No tenemos coches que leviten, ni comemos pastillas de colores con sabor a las especies animales que suponíamos extinguidas, como las gallinas o el cerdo, y tampoco practicamos el sexo con una bola pasándola entre nuestras manos, como vivos en la imprescindible cinta de Woody Allen. El futuro que soñaba este arquitecto cuando leía aquellas predicciones que gustaban hacer las revistas de antaño, no se ha alcanzado. A vista de un ciudadano de los años sesenta… este futuro es algo más que una decepción, es un churro mojao.
Yo recuerdo que cuando cambiamos de siglo hace poco (les recuerdo que el cambio fue del 2000 al 2001), escribí dos pequeños textos, uno la tarde de Nochevieja y otro en Año Nuevo. Allí analicé, con mi limitada capacidad de narrativa (lucía unos tiernos 15 años) lo que este hombre planteaba en su columna de un periódico de tirada nacional. Atravesamos el 2000, que era la cifra del futuro y ni se tardaban 15 minutos en llegar de Londres a Nueva York (tardaba yo más entonces en llegar al instituo, y estaba en el mismo pueblo) ni había bases en Marte, ni tampoco teníamos un bonito hotel Hilton en órbita desde donde relajarse viendo la curvatura de la Tierra, y ni siquiera había robots que te atendieran amablemente en los bares. Alguien nos había estafado.
Puede que la culpa de todo la tenga el cine. Blade Runner nos enseñó una Tierra oscura, contaminada, cosmopolita, evolucionada,… pero ni las grandes lenguas se han unido, ni llueve todo el tiempo, y mucho menos existen replicantes. 2001 ha sido la que más nos ha timado. ¿Que en el 2001 íbamos a poder ir al espacio? Ahora cualquiera que sepa algo de la situación espacial actual, se puede revolcar por el suelo de la risa al plantearle una misión tripulada a Júpiter, como vemos en la película. Aquellas bellas imágenes de las naves pululando por la órbita terrestre a ritmo de “El Danubio Azul” nos engañaron descaradamente. El futuro, querido ingeniero, no ha llegado.
¿O sí?
Ayer llegué a Madrid sentado junto a un chico asiático (lo siento, no pude determinar si era coreano o de otro país de la zona) que llevaba un teléfono de última generación de pantalla táctil, por el cual primero vio una película y después se puso a jugar a un videojuego con unos gráficos sencillamente espectaculares. Yo no me quedaba corto, vi la precuela de la séptima temporada de la serie 24 en mi MacBook Pro e hice algunas llamadas a Miami desde mi Blackberry. Después, cuando llegué a la ciudad, me metí bajo tierra y en el metro llegué en unos minutos a mi casa, que permanecía calentita gracias al gas natural que es traído de dios sabe donde por gaseoductos intercontinentales. Hablé antes de acostarme por videoconferencia con unos amigos, que estaban a cientos de kilómetros y comentamos la situación de Gaza, algo que se encuentra a miles de kilómetros. Y hace un instante he visto el anuncio de un coche que reconoce las señales de tráfico, las líneas blancas de la calzada, qué tipo de suelo por el que circula, y hasta se adelanta a situaciones de peligro y toma el control de la conducción… Y es que aunque tal vez no tenga un billete para el siguiente vuelo a la base Clavius de la Luna, o una robot sexy que me provea de placer sexual desinteresadamente cuando yo se lo ordene, sí creo que hemos alcanzado en cierto modo el futuro que ese arquitecto creía que se no había escapado.
De hecho, desde hace una semana, vivimos en un futuro más futuro que nunca. El proclamado hombre más poderoso del mundo es un negro. El problema es que aunque nos parece increíble y estamos sorprendidos, no nos ha cogido sin estar preparados. Llevamos viendo en el cine, y en la ficción en general, a presidentes de los Estados Unidos negros muchos años. La serie 24, que ya he nombrado antes, muestra a dos presidentes negros en su historia, o en la película Deep Impact, donde tenemos a Morgan Freeman como carismático presidente que se tiene que enfrentar al final de la especie humana. Por eso, no nos sorprende tanto el que Obama sea el hombre más poderoso del planeta, es algo que ya hemos visto.
De igual modo, ocurre que impresionados por los efectos especiales y por las ocurrencias de las películas y novelas de ciencia ficción, no nos damos cuenta de que hemos alcanzado el futuro. Vivimos en un mundo altamente globalizado, cualquiera puede estar conectado con quien quiera. Con un compañero de este blog, un día, estando él en Chile, le dije que si no se había dado cuenta de que estábamos hablando con un océano inmenso de por medio. Él se rió. Y es que en ocasiones nos impresionamos de lo que hemos logrado, pero no es lo habitual. Damos por normales tantas cosas, como los móviles, internet, el Tuenti, youtube, el Blue-ray, los pendrives, los puentes aéreos, lo asimilamos tan pronto que pasa a nuestra realidad cotidiana y perdemos la capacidad de impresionarnos.
Hoy en día se suceden sin repercusión mediática increíbles avances médicos, o científicos, o incluso sociales. Nos hemos subido a un tren del que esperamos todo aunque no sepamos qué es ese todo. Vamos al médico esperando que nos cure lo que tenemos, sea lo que sea, y si la respuesta no es la que nos gustaría, es cuando nos sorprendemos: ¿es que no tiene cura?, ¿no hay otro tratamiento? Nos enfadamos cuando falla internet y se nos cae la conexión. Maldecimos a la compañía de turno… y hasta parece que se nos para el mundo. Sin internet estamos peor que sin agua caliente. Es cierto, ¿o no? Y si no hay cobertura en un monte perdido de la mano de dios, más de lo mismo, nos sentimos desprotegidos, indefensos, perdidos: “¿Y si me caigo y me parto una pierna y una costilla aquí, quién va a llamar a una ambulancia?”, o “¿y si me llama Maripuri y estoy aquí sin cobertura?, lo mismo se piensa que no se lo quiero coger”,… Estamos atrapados en el futuro y no nos hemos dado cuenta.
No nos han estafado, simplemente nos lo han vendido tan bien que ni nos hemos percatado que lo hemos comprado todo: el iPhone, la TDT, el mp4 (esto ya no se usa, el móvil tiene mp3, mp4, mp5,…), el Parrot del coche, la microSD de 16 gigas para la cámara, el ratón inalámbrico para navegar estando tumbados en la cama, la lavadora silenciosa que incluso hasta absorbe el ruido de la casa, el aire acondicionado camuflado en un cuadro de Monet que nos envuelve con el aroma de sus girasoles, el sistema vía satélite de vigilancia del jardín que nos avisa si los niños se salen sin nuestro permiso a jugar fuera, el BookAir para cuando estamos una reunión y queremos vacilar de portátil ultrafino, el coche que mueve sus faros de xenón solos para no deslumbrar al que viene de frente, la tarjeta de la Seguridad Social de Andalucía, las compras por eBay o en La Casa del Libro,…
Viendo como estamos, yo no tengo prisas por que llegue el futuro de Gattaca ni el de Dark City, aunque no me importaría darme un viaje por la baja órbita de la Tierra… ¡Anda, si eso ya es posible! Virgin Galactic, empresa de Richard Branson, comercializará en breve el turismo espacial, junto a otros empresarios de igual calaña. Así que… ¡Vaya, qué corte, estamos en el futuro y nosotros en Babia cazando!