Estaba muy nervioso. Las manos me sudaban y mis cejas no dejaban de advertir movimiento en el pasillo. A la vez, agarraba entre mis dedos un pequeño papel arrugado. Un importante número cuatro manchaba de negro aquel frágil papelito de piel de recibo. El color de la pared era fiel reflejo de cómo se encontraba mi mente. No había dormido en toda la noche. Durante la semana anterior había escuchado consejos de todo tipo. Qué si ponte traje con corbata, que mejor sin corbata, que ni se te ocurra ponerte camisa azul.
Todo el mundo en casa se creía con derecho a opinar. Numerosos compañeros me avisaron de la complicada situación a la que me enfrentaba, pero yo no les hacía caso. No quería oír más palabrería barata. Estaba harto de seguir consejos. Quería ser yo. Yo mismo. Sin disfraces ni mentiras. Había llegado la hora de responder. De convencer a quienes jamás creyeron en mí. Yo, que siempre fui un joven afortunado. Yo, que supe adivinar el rumbo acertado para mi equipo. Yo, que gané una vez por tan sólo nueve votos de diferencia. Y hoy sin embargo, no me veían capaz.
Es cierto, en aquella sala se encontraban centenares de personas. Centenares de participantes dispuestos a hacerse valer. A conseguir destacar por encima de los demás. Pero no podrían conmigo. Había preparado con esmero mi discurso. Nada estaba improvisado. Tenía atada cada coma, cada pausa, cada punto. Hasta el más mínimo dato lo tuve en cuenta. No quería que mi trayectoria se fuera al garete por aquel encuentro. La gente permanecía callada mirándose la solapa. Yo miraba la mía ensimismado.
La verdad es que mi foto en la pantalla no acompañaba. No tenía otra y tuve que recortar la de aquel día en el desfile. Quizá ya nadie se acordaría de ese momento. En realidad, no tuvo tanta importancia. Fue culpa de mi propio zapato. Esa deformada horma me la jugó. Mis pies no aguantaron el dolor al paso del reconocible trozo de tela con estrellas.
Ahora estaba allí. Examinando con celo una hoja que buscaba ser el pasaporte de mi futuro. Mi carrera de abogado se antojaba en ese instante una escabrosa ironía. Quedaba poco. Por el escenario circulaban nombres muy conocidos. Nombres que quedarían subrayados con el porta minas del cine. Mientras, sobre el escenario se dibujaba una estela de enormes actores. Nadie dudaba en el apartado de sonido del talento de Magdalena. Tampoco de la educada melena de María Dolores en peluquería y maquillaje. Ni siquiera del buen papel que como actriz revelación había desempeñado Bibi. Mientras, numerosos ojos apuntaba hacia una silenciosa butaca vacía. En esta edición su nombre sólo aparecía en los premios a peor guión adaptado. Pedro no sabía producir ya ni cortos ni largometrajes.
Era mi turno. Caminé con paso erguido hasta llegar a las escaleras. Subí al escenario. Me agarré fuerte al atril y pronuncié aquel mágico número: cuatro. Los cuatro fantásticos habían ganado la estatuilla a la mejor película de ficción. El problema es que pronto la película llegaría a estar basada en una historia real: la de los cuatro millones de parados. No tuve tiempo para más y me despedí. Aunque debo confesarles algo, me dieron otro premio: el de mejor Director novel. Por cierto, me llamo Jose Luis. Mi apellido en la próxima entrega.
3 comentarios:
Me recomendaron hace unos dias este blog y estoy leyendo los articulos atrasados.
Francamente muy ingenioso.
Me hago uno más de vuestros seguidores( escasos aún, pero es cuestión de ir pasando vuestra dirección).
Hasta siempre.
ULISES
Me encanta ese hilo suspenso y atrayente de todos tus relatos, ese matiz irónico, visceral, las descripciones las necesarias para ubicar, los finales desbancan siempre. Los temas candentes de actualidad por supuesto
Qué bien Javier, fiel a tus relatos detrás de mi teclado: Un saludo
Ocupado con el frenético ritmo de Madrid? tus seguidores esperamos otro relato made in Javier, chutado con pastillas para soñar esta vez con tus reflexiones, atmósferas atípicas e ironía en dosis industriales.
Un Saludo!
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